Sacerdotisa de la tierra y la luz

Germán Corona

Cádiz

Actualizado a las 17:40h.

Una de las razones fundamentales de la creación artística reside en la necesidad de explorarse y reencontrarse a uno mismo. Es un proceso en el que el creador se busca, se pierde y se encuentra, con el fin de alcanzar algo único y personal que luego se compartirá con el espectador.

Para cualquier artista, ese momento de comunión con el público, especialmente durante una representación cargada de sentido y verdad, es el regalo más preciado que puede ofrecer a quienes asisten como testigos de la ceremonia escénica.

La omnipresencia de María Pagés en su obra

En esta particular propuesta, María Pagés se nos presenta como una especie de sacerdotisa que nos invita a compartir un revelador experimento. A lo largo de las coreografías, su presencia es constante, incluso cuando no es la protagonista directa de la escena. Su capacidad para estar presente, ya sea de manera terrenal o etérea, con esos característicos brazos que parecen extenderse como tentáculos, nos transporta por diferentes atmósferas.

Pagés está acompañada por un cuerpo de baile que destaca por su dominio de diversas técnicas dancísticas, desde el flamenco hasta el ballet clásico y la danza contemporánea. Cada movimiento está cuidadosamente diseñado para resaltar la individualidad de cada bailarina, sin perder de vista la cohesión del grupo.

La fuerza de los elementos y la música

La composición coreográfica y el vestuario nos remiten a los elementos naturales: la Tierra, el Viento, la Luna y el Fuego. Los colores tierra predominan en la escena, acompañados por una musicalización que va desde el flamenco hasta lo experimental y minimalista, con influencias árabes y balcánicas. La música, a cargo de Rubén Levaniegos, Sergio Ménem y David Moñiz, es interpretada por un cuarteto de cuerda y percusión, junto a tres voces femeninas al cante.

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Otro aspecto destacable es la iluminación diseñada por Olga García, que juega un papel crucial en la percepción del volumen y la forma de cada cuadro escénico. La luz no solo acompaña, sino que potencia la narrativa visual de la obra, creando un ambiente envolvente que refuerza la intensidad emocional de cada escena.

En este contexto, las bailarinas se transforman en figuras arquetípicas: hermanas, madres, esposas e hijas que, de manera simbólica, se convierten en árboles, ejércitos, mujeres lorquianas, manadas y tribus. Cada cuadro está cuidadosamente equilibrado, logrando una propuesta estética que conecta profundamente con el espectador.

Una obra cargada de intensidad y emoción

La propuesta de María Pagés trasciende lo meramente escénico y nos invita a participar de una obra cargada de intensidad, emoción y fuerza. Su capacidad para transmitir una energía casi telúrica a través de su danza es innegable, y el público se ve arrastrado por esa corriente de emociones que fluye en cada gesto y en cada movimiento.

Uno de los momentos más memorables de la obra es cuando Pagés, en un estado casi de trance, irradia una luz interior que se contagia al público. Es un instante que, aunque efímero, queda grabado en la memoria de los espectadores, quienes se convierten en testigos del placer compartido que emana de la artista en su máxima expresión.

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